¿Por qué pasa lo que pasa?. 2 de 2
Por Néstor Estévez
En la anterior entrega referíamos al
sociólogo polaco Zygmunt Bauman, con su planteamiento de que: “lo público se
encuentra colonizado por lo privado”, así como su idea sobre la notoriedad
moderna: “queda reducida a la exhibición pública de asuntos privados y a
confesiones públicas de sentimientos privados”.
En Bauman nos apoyamos para recordar que
vivimos una etapa en que, al menos para mucha gente, la notoriedad ha eclipsado
a la notabilidad. Terminamos prometiendo retomar algunos antecedentes que nos
ayuden a entender la real utilidad de la comunicación y a comprender, entre
otros temas, por qué pasa lo que pasa.
Veamos. Inicialmente, la comunicación fue
inventada por la humanidad para resolver una necesidad: entendernos. Con el
paso del tiempo, acciones comunicacionales han sido usadas para influir,
incidir y hasta para manipular a las personas.
Disponer de tantas vías para hacer saber,
aunque inicialmente es extraordinariamente positivo, ha terminado provocando
que, muchas veces sin saberlo, provoquemos graves daños a las relaciones tanto
con conexos nuestros como entre personas que muchas veces ni siquiera
conocemos.
Es que ahora hay gente creyendo que
“comunicar” es lo mismo que “decir”. A eso ha ayudado esa especie de
deslumbramiento que produce el hecho de ser centro de atención. Hace mucho
tiempo que Abraham Maslow lo explicó con su famosa pirámide de necesidades
humanas.
Por eso mucha gente ha encontrado en esta
etapa esa vía rápida y fácil para lograr reputación y hasta prestigio al vapor.
Eso ha provocado que mucha gente olvide o desconozca que la comunicación ayuda
a que nos entendamos y a que nos mantengamos humanos.
Por eso ahora existe confusión generalizada,
lo que ha llevado a tanta gente a asumir que está “haciendo comunicación” cuando
en realidad está disponiendo su talento para acciones que van desde simple
distracción hasta perversidades como subyugación, sometimiento, manipulación,
entre otras maldades parecidas.
Hemos llegado a una etapa en la que cada vez
es más evidente el empeño por lograr que la otra persona nos sirva, como las
máquinas, respondiendo al instante a cada orden impartida y tirándolas cuando
nos parecen obsoletas. Esa situación encuentra apoyo en la velocidad que se nos
ha impuesto mediante la tecnología vista como fin y no como medio.
Cada vez es más urgente que asumamos la
comunicación como algo que necesitamos aprender para bien usar. Es apremiante
que aprendamos a colocar en el centro a quien recibirá el mensaje, no para
dispararle como a un blanco sino para lograr entendimiento.
Hace más falta que antes caer en la cuenta de
que mensajes, sentimientos, pensamientos y acciones forman parte de un proceso
que incluye consecuencias.
No es imprescindible que todas las personas
estudiemos comunicación. Lo que sí es indispensable es que nos empeñemos en
entender que mientras mejor conozcamos esa facultad humana, mayores serán las
oportunidades para lograr objetivos sostenibles, y mucho más amplia será la
posibilidad de mejorar la convivencia.
Esto implica, como en toda crisis, para poder
superarla, detenernos, entender y, después de aprender, reorientar nuestras
acciones de comunicación. En ese proceso es determinante recordar que comunicar
implica decir, pero que comienza por escuchar y que sobre todo es hacer.
Esto implica caer en la cuenta de que la
velocidad actual nos está provocando graves males. Uno de sus peores perjuicios
es que no nos permite identificar diferencias entre mentira y verdad. Y eso
provoca que perdamos el más básico sentido para orientar la marcha.
A muchos podría parecerles una sentencia. Lo
real es que solo para quien se atreva a seguir pensando antes de actuar, con
todo y el correspondiente “desfase” con la colectividad, hay oportunidad para
entender qué pasa, por qué pasa y para qué pasa lo que pasa.
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