De mentiras y mentirosos

Por Eugenio Pérez Almarales
Un mentiroso carece no solo de credibilidad, sino del más elemental respeto de sus congéneres; merecer tal epíteto es como enterrarse en vida socialmente.

Sin embargo, no podemos afirmar que todo el que miente en alguna ocasión es un mentiroso. Llegar a una clasificación correcta depende de varias cosas, entre ellas, de la frecuencia, circunstancias y de los propósitos con que se hace.
Las mentiras dichas con asiduidad por la misma persona pueden obedecer a un trastorno de salud conocido por mitomanía, dolencia descrita por primera vez en 1891, por Anton Delbrueck.

Me inclino a pensar que el alemán Karl Friedrich Hieronymus, barón de Münchhausen (1720-1797), al parecer necesitado de reconocimiento público, fue un mitómano. Sirvió en el ejército ruso, con el que participó en varias campañas, y al término de las cuales narró sorprendentes aventuras.

Aseguró haber visitado la Luna, y que voló sobre una bala de cañón disparada. Si eso parece demasiado, veamos otra de sus "hazañas": decía que durante la travesía por una ciénaga infernal fue tragado por el pantano, y ya a punto de morir se sacó a sí mismo del lodo… halándose por su cabello.

En Santa Rita, mi pueblo, vivió una persona excepcional.

No obstante sus legendarias "guayabas", gozaba de admiración y de respeto. Luego de ser "persuadido" por su nieto, decidí -por el momento- ocultar su nombre.

Fue un trabajador serio como pocos, insuperable mecánico, dedicado, capaz, y amante del cine. Podía diagnosticar con asombrosa exactitud dónde estaba la rotura de un motor de combustión interna, solo de oírlo funcionar, de lo cual muchos pueden dar fe.

Decía que en uno de sus viajes a los Estados Unidos se alojó en la mansión del actor Glenn Ford (1916-2006), recordado por su desempeño en numerosos filmes, como Gilda (1946) junto a la gran Rita Hayworth. Pero no solo pernoctó en la casa de Ford, sino que la esposa del artista, "una mujer muy amable", le llevaba el desayuno a la cama.

Y la historia pudo ser cierta, solo que quienes lo conocieron saben que jamás viajó más allá de Cauto Cristo. Por cierto, a ese lugar está ligada otra de sus proezas: Allí -afirmaba- tuvo la misión de supervisar la construcción del emblemático puente sobre el río más largo de Cuba.

Contaba que chequeó con tal consagración la obra, que luego de que apretaban cada tornillo con una llave de más de un metro de largo, él rectificaba el resultado, y, a mano limpia, muchas veces hizo chirriar tuercas, lo que le daba mayor seguridad al viaducto.

Aparte de ejemplos como estos, que pueden obedecer a razones de índole médica, en determinadas circunstancias, se miente.

En mi etapa de estudiante universitario en Santiago de Cuba, durante algunos de los más difíciles años de la crisis que sobrevino al adiós del socialismo europeo, no abundaba ni apetecía la comida disponible.

Triana, Luis Enrique, Eddy y yo caminábamos por Garzón, arteria principal de la segunda urbe cubana, con varias libras de hambre en nuestros estómagos, cuando a alguien se le ocurrió comer en el restaurante del edificio de 18 plantas.

Subimos, a sabiendas de que la entrada era limitada y -si no recuerdo mal- por reservaciones. Nos presentamos como integrantes del equipo de filmación de La botija, novela en la que debutó de manera deslumbrante la bella Jacqueline Arenal: "Él es camarógrafo; él, sonidista; él, luminotécnico y yo, el director", dije.


El interlocutor nos miró de arriba abajo, pues nuestra facha no nos ayudaba, a lo que riposté: "Es que venimos de grabar en el monte".

Inmediatamente nos mandaron a pasar al salón, con la aprobación risueña de la cola, y jamás nos sentimos mejor atendidos en una unidad gastronómica. Claro, por ética, no revelamos el final de la novela.
Pero tal "actuación" no competirá nunca con lo ocurrido en Santa Rita a Pedro Marucho. Sería en la década de los años 50, del pasado siglo, cuando cumplía la tarea de llevar almuerzo a Félix Tamayo, al bar que este tenía donde hoy está la cafetería Caciguaya.
Era un ajiaco apetitoso: viandas, maíz hervido, carne de cerdo… y el olor traspasaba la cazuela. Tanta fue la tentación, que Marucho comenzó a probar.
Al llegar a su destino, entregó la carga, y Félix abrió el recipiente, buscó con la cuchara, y: "¡¿Pero cómo es que me dicen ajiaco y me mandan caldo solo?!"


Pedro -quien era su pariente- palideció, el momento era de actuar: "Lo que pasó fue que tropecé, se me viró la cazuela, y lo único que pude recoger fue el caldo".

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