El cuentazo de las buenas intenciones
Habría que estar padeciendo alguna
afectación muy seria para no querer estar mejor. Como regla general, todas las
personas deseamos mejorar las condiciones en que nos desenvolvemos.
En medio de lo que implica mejorar,
nos encontramos con una amplia diversidad de situaciones. Hay gente que, con su
queja permanente y hasta con el convencimiento de que nunca logrará mejorar, se
pasa el tiempo en desgastantes lamentaciones.
Por otro lado están quienes generan
ideas, pero tienen serias dificultades para “pasar del dicho al hecho”. Y en
otro grupo parecido encontramos a quienes logran iniciar “cuchumil” maneras
para mejorar, pero algo se interpone y troncha el proceso.
Por supuesto que también están
quienes se caracterizan por la persistencia; no les importa la cantidad de
veces que sea necesario iniciar. Esas personas viven “buscándole la vuelta” a
cada oportunidad que alcanzan a ver.
En un grupo mucho más reducido,
además de contar con escasa difusión, están los denominados “casos de éxito”.
Los que mayor propagación logran son aquellos que relacionan el éxito, la
mejoría de vida, el bienestar y hasta la felicidad con los hilos del azar.
Y también están quienes buscan, a
como dé lugar, “fuñir el parto”, “poniéndosela en China” a quien intente “sacar
cabeza”. Da la impresión de que a esa gente le divierte que los otros la pasen
mal.
Pero ¿cómo ir más a lo seguro en esas
aspiraciones para lograr mejoría? Sin lugar a dudas, las buenas intenciones
ayudan. Pero suelen dejarnos varados en el camino.
Hay muchas explicaciones posibles.
Podríamos rebuscar en una discusión muy vieja: hay quien dice que el ser humano
es malo por naturaleza y tiene la posibilidad de mejorar. Hay quien plantea que
el ser humano es bueno por naturaleza, y la sociedad lo convierte en malo. A
ese dilema podríamos volver después.
Para los fines de este breve escrito
propongo fijar nuestra atención en una especie de principio de administración:
nunca son suficientes los recursos para satisfacer las necesidades (y me
permito agregar), ni los requerimientos que tenemos.
Eso nos lleva a entender que tanto la
disponibilidad como el conocimiento para dar el más atinado uso a los recursos
de que disponemos terminan condicionando la forma en que vivimos. Así, alguien
que vive en una zona muy fría contará entre sus prioridades la obtención de
recursos para mantener adecuada temperatura; mientras una persona que vive en
un lugar con precariedad de agua terminará ingeniándosela para cubrir sus
necesidades con menos de la cantidad que otra gasta para lavarse los dientes.
Esa desigualdad, desde hace algunas
décadas ha sido conocida como “desarrollo”.
Al concluir la Segunda Guerra Mundial, se asume clasificar a los países
entre “desarrollados” y “subdesarrollados”. Aunque existían otras
características, esas denominaciones aludían a algunos países con altos niveles
de tecnología y a otros muchos concentrados en la producción de materias primas.
Aquí es sumamente útil destacar que esas materias primas eran procesadas por
los denominados “países desarrollados”, lo que pasó a incrementar la
desigualdad inicial.
Pero el tema es mucho más viejo. Lo
que se hizo en ese momento fue adjudicarle ese nombre. Bueno, además de darle
cierta estructura y hasta “fachada” al modo de relacionamiento entre uno y otro
grupo. Así, la minoría, en los denominados “países desarrollados”, con un alto
nivel de vida, fundamentalmente asociado a riqueza, educación y sanidad. Y la
inmensa mayoría, más o menos el 80% de la población mundial, en el segundo
grupo.
Después se cayó en la cuenta de que
el asunto no debía ser tan evidente. Por eso se ha preferido poner un nombre
menos feo. Por eso se acogió hablar de “países en vías de desarrollo” o
sencillamente “países en desarrollo”.
El tema ha servido para que se
intente disimular esa apetencia tan difícil de saciar. Así, un país asume
“descubrir” otras tierras, otro tramita su vocación imperial imponiendo sus
reglas, otro se asume con el “súper derecho” de desconocer el derecho de los
demás, entre otras muchas modalidades de abrir paso a la perversidad.
Así, argumentando “buenas
intenciones”, países, empresas, organizaciones, grupos y hasta individuos,
comienzan desconociendo la libertad de los demás, y terminan castrando las
posibilidades de que otros disfruten, a su ritmo y manera, de los recursos de
que disponen para vivir y para mejorar sus vidas.
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