Ulises Francisco Espaillat, el presidente mártir, será honrado en bicentenario de su natalicio.
Por Marcelo Peralta
Su efímera gestión gubernativa quiso poner en práctica el primer
experimento democrático dominicano del siglo XIX, centrado en la necesidad de
rescatar al país del caos político, social y económico en que se hallaba inmerso después de haber superado
dos guerras de liberación nacional.
Un aspecto fundamental de su programa de gobierno consistió en organizar las instituciones
públicas, sanear la maltrecha economía nacional, mediante un estricto régimen
de austeridad, al tiempo de fomentar el sistema educativo nacional, ya que consideraba la educación como “una de las más imperiosas necesidades de la vida
moral de los pueblos”.
Quiso ensayar un gobierno flexible, de amplia participación popular y de
política conciliatoria, propiciando la unidad nacional entre todas las
formaciones políticas.
Las circunstancias no favorecieron tan sublime aspiración y sus adversarios, más proclives a satisfacer sus intereses particulares, no tardaron en levantarse en armas para derrocar su administración.
Adelantó a esos propósitos antipatrióticos que atentaban contra la estabilidad del gobierno, prefiriendo
renunciara la presidencia antes que prestarse a fomentar la discordia y
desunión entre los dominicanos.
En uno de sus últimos mensajes dirigidos a sus conciudadanos, Espaillat
manifestó que “al dejar un puesto donde no tuve tiempo para ver realizadas algunas de las
muchas y legítimas aspiraciones de esta sociedad, deseo con toda sinceridad que el
ciudadano que deba reemplazarme logre el fin que yo no pude alcanzar”.
Al decir del maestro Hostos, Espaillat fue “el hombre más digno del ejercicio del Poder que ha tenido la República”.
En efecto, sus ideas políticas fueron tan avanzadas para su época que según el general Gregorio Luperón debían convertirse en “el catecismo político del pueblo dominicano”.
Al verlo sacrificarse, como Juan Pablo Duarte, para evitar convertirse en manzana de la discordia, Manuel de Jesús Galván lo llamó “el presidente mártir”.
Cuando descendió del solio presidencial, con la serenidad y dignidad de un
prócer sin máculas, en su mensaje de despedida al Congreso, Espaillat se expresó de esta
suerte: “Yo creí de buena fe que lo que más aquejaba a la sociedad de mi país era la
sed de justicia, y desde mi advenimiento al Poder procuré ir apagando esa sed eminentemente moral y regeneradora. Pero otra sed aún más terrible la devora:
la sed de oro”.
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