La revolución silenciosa de la mujer japonesa

La revolución silenciosa de la mujer japonesa
LEYENDO LA HISTORIADe la ciega obediencia al hombre a impulsoras del cambio, las japonesas continúan su batalla por un espacio legal, político, económico y social recientemente conquistado, más allá de su papel secular como responsables de la transmisión de los valores tradicionales.
Liberación, emancipación, apertura… Antes de analizar los avances logrados por las japonesas en las últimas décadas es necesario rendir homenaje a mujeres como Shizuko Abe, una de los cientos de miles de víctimas de la bomba nuclear lanzada por Estados Unidos sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Aquella mañana, Shizuko tenía 18 años y se encontraba a 1,5 kilómetros del epicentro de una explosión que la lanzó a 10 metros de distancia y que, aunque no le arrancó la vida, dejó bien marcadas sus feroces huellas. Entrevisté a Shizuko en Hiroshima con ocasión del 60º aniversario del bombardeo atómico. Se había sometido a multitud de operaciones para mejorar su movilidad y su aspecto. Sus deformaciones seguían siendo impresionantes, pero lo auténticamente aterrador fue su testimonio. Y no tanto por lo ocurrido aquel trágico día, sino por el martirio que después le infligió una sociedad implacable con las mujeres, y especialmente su suegra, esa persona que frecuentemente la tradición japonesa transforma de víctima a verdugo.
Shizuko Abe, como tantas hibakusha (supervivientes de los bombardeos nucleares), había vivido durante décadas olvidada por su gobierno, despreciada por sus congéneres y maldecida por su suegra, que no había podido evitar que su hijo se empeñara, al volver de la guerra, en casarse con lo que quedaba de la novia que había dejado atrás al irse al frente. La hostilidad no desapareció con el nacimiento de los hijos. “Mi suegra siguió diciendo a mi marido que me abandonara, que se merecía una mujer completa. Yo viví por él, pero sufría tanto que mi padre afirmaba que habría sido más feliz si me hubiera muerto”, cuenta Shizuko.
La ley del silencio se impuso en los hibakusha desde el mismo día en que cayó la bomba. Ni el gobierno derrotado ni el vencedor quisieron airear lo sucedido, pero sobre las mujeres se ciñó, además del silencio, el miedo a engendrar monstruos y el desdén de las familias y los vecinos. Shizuko no se atrevió a hablar de Hiroshima hasta años después de que su marido muriera en 1992, pero su descarnada historia personal sólo se escapó de sus entrañas aquella calurosa tarde de primeros de agosto de 2005. Su confesión de horas fue como romper la pinza de cristal que la estrangulaba. La intérprete y ella lloraron un río de lágrimas liberalizadoras del oprobio vivido por Shizuko y por tantas otras japonesas. Sin su historia es difícil entender la relevancia de los pasos dados por las mujeres para salir de la marginación en la sociedad y en sus propias familias.
Uno de los ejemplos del cambio que se está operando en el mundo femenino japonés lo representa Yoshiko Shinohara, fundadora y propietaria del 85 por cien de Tempstaff Group, la mayor empresa de trabajo temporal de Japón, que en 2008 tuvo un volumen de negocio de 1.850 millones de euros. Yoshiko, de 74 años, lleva nueve años consecutivos apareciendo en la revista Fortune como una de las mujeres más poderosas del mundo de los negocios. Espontánea y sincera, accedió sin reparos a narrar el sinuoso camino recorrido hasta lograr el éxito. “A los 20 años cumplí con mi obligación y me casé pero, cuando vi lo que era el matrimonio, no tardé ni seis meses en separarme con la rotunda oposición de mi hermano que, al haber fallecido mi padre, ostentaba la autoridad familiar”. Yoshiko trabajó como secretaria hasta que recibió la herencia de su padre y se fue a Europa a estudiar. Fueron cinco años que marcaron su vida y le sirvieron para conocer cómo se desenvolvían las europeas. De Europa, saltó a Australia y desde allí, dos años después, regresó a Japón.
Decidió abrirse camino en el mundo empresarial japonés cuando se dio cuenta de que al ser mujer, por mucho que trabajara, jamás podría progresar. “Montar mi empresa fue mucho más difícil de lo que jamás imaginé. He tenido que aprender a moverme en un medio machista, en un país machista”, decía con una sonrisa en la que los recuerdos del acoso sexual y el desprecio sufridos dibujaban un rictus de amargura. Según Yoshiko, comenzó en 1973, con unos 3.000 euros y el acierto de contratar como contable a una mujer, cuya comprensión y apoyo le sirvieron de estímulo.
Un paso al frente
Fue en esa década de los setenta, en pleno boom económico, cuando las japonesas comenzaron a tener un protagonismo real en el desarrollo del país. No sólo porque se produjo una entrada masiva de mujeres en el mercado laboral –aunque en su mayoría a tiempo parcial– sino también porque el mercado les reconoció una importante capacidad de consumo: como gobernantas de sus hogares y como trabajadoras. Sin embargo, fue con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria a principios de los noventa, y con la crisis económica que azotó Japón a lo largo de toda la década, cuando comenzó la “revolución”. La crisis provocó la reestructuración de la plantilla de las empresas. Decenas de miles de ejecutivos perdieron sus empleos, cientos de miles de hombres que habían crecido con las empresas y jamás concibieron cambiar de empleo y traicionar su lealtad empresarial se vieron en la calle. El trauma fue terrible. Aumentó el índice de suicidios y muchos hombres, avergonzados por encontrarse en el paro, optaron por no volver a sus casas y perderse en el creciente enjambre de los “sin techo”.
Forzadas o no por los acontecimientos, las japonesas dieron un paso al frente. Como fuerza laboral, eran mucho más flexibles porque casi siempre habían estado en un segundo plano, con trabajos temporales. Además, las dificultades que las mujeres sufren, en especial el degradante y frecuente acoso sexual, habían convertido su cambio de empleo casi en una costumbre.
En clave autobiográfica de humor y de asombro, la escritora belga Amelie Nothomb, nacida en Japón, donde pasó su infancia y cuya lengua domina, cuenta en Estupor y Temblores el traumático interior del mundo laboral japonés. Un mundo que fagocita a las personas hasta convertirlas en engranajes; que absorbe la mitad de las horas del día y está fuertemente jerarquizado; en el que cada superior es, antes que nada, inferior de otro, y en el que la mujer, considerada un ser de segunda clase, es humillada y tiene más bien nulas que pocas posibilidades de ascender. Nothomb, que terminó relegada a limpiar los servicios de la empresa, cuenta que la japonesa nace cargada de obligaciones y bajo el dogma de que nada bueno puede esperar de la vida. A partir de ahí, todo son preceptos absurdos que moldean su mente desde la cuna y pesan como una losa para que el hombre, la empresa y la sociedad en general se paseen sobre ella.
No es de extrañar que muchas jóvenes, aprovechando las grietas forjadas en la sociedad por el sentimiento de crisis que se adueñó de Japón, rompieran buena parte de sus ataduras. Además, los años de bonanza habían permitido a decenas de miles de japonesas estudiar fuera o viajar durante meses por Europa y Estados Unidos, poniéndolas en contacto con otras culturas, sociedades más abiertas y diferentes pautas de actuación femeninas.
Conocí a Etsuko Ohira en Tokio, en 2003, cuando tenía 28 años y trabajaba como intérprete a tiempo parcial. Había estudiado Política Internacional en Australia y allí aprendió a “mirar la vida directamente” y disfrutar de su libertad de espíritu. “No me interesa un trabajo fijo. Lo importante es vivir el momento. Si piensas en el futuro corres el riesgo de sumirte en las reglas de juego tradicionales de Japón, que consisten en entrar en una gran corporación y pasar allí el resto de tus días o renunciar al trabajo cuando tienes hijos. No me interesa ni lo uno ni lo otro. Yo quiero trabajar, pero sin que eso se convierta en el centro de mi vida y sin que dependa de que tenga o no hijos”, comentó.
El nombre de Etsuko es muy común en Japón, pero siempre me recuerda a la protagonista de Pálida luz en las colinas, la ópera prima de Kazuo Ishiguro y la que le lanzó a la fama. La mayoría de los personajes de esta enigmática novela, escrita en 1982, son mujeres; su ambiente está cargado de los silencios y las profundidades del mundo femenino y envuelto en el halo de misterio con el que las japonesas han tratado de sobrevivir a su marginación.
Realidad y mito
Para comprender la emergencia social, económica, cultural y política de la mujer y su influencia en el Japón de hoy, nada mejor que remitirse a lo que sociólogos y humanistas llaman “la realidad y el mito” de las japonesas. Según el profesor Jesús González Valles, al iniciarse el shogunato de Tokugawa, a principios del siglo XVII, hubo un intento de diseñar un modelo de “mujer perfecta”; basado en las normas morales del confucianismo –tan de moda en aquella época– y bajo la tesis de la fidelidad escalonada y jerarquizada: fidelidad de la mujer al marido, fidelidad del marido al señor feudal y fidelidad del señor feudal al shogun.
En el confucianismo, la educación de la mujer tenía como meta suprema convertirla en buena esposa, que sirviera de instrumento de transmisión de la tradición familiar a sus descendientes y que satisficiera las ambiciones del propio progenitor que la había entregado al mejor postor. Las pautas de esa educación se establecieron en un breve código de conducta, el Onna-daigaku (Manual de la mujer). Este texto, publicado en 1716 y dirigido a las jóvenes casaderas y a las esposas, dominó y marcó la vida de las mujeres, oficialmente hasta la restauración Meiji, en 1868, y en realidad hasta bien entrado el siglo XX. Por no decir que muchas de las losas que pesan sobre las japonesas de hoy son consecuencia de ese libreto represivo y hostil. El código Onna-daigaku establece para la mujer tres caminos de obediencia ciega: a su padre si es soltera, a su marido si es casada y a sus hijos varones si es viuda. Es decir, obediencia perpetua hasta la muerte. Además, justifica la expulsión de la esposa del seno familiar por siete razones: desobedecer a los suegros, ser estéril, ser habladora, robar, cometer actos lujuriosos, tener envidia o padecer una enfermedad incurable.
Confucianismo y budismo, una creencia muy extendida en esos siglos, se aliaron contra las japonesas. El confucianismo, procedente de China, daba por sentado la inferioridad de la mujer, e identificaba el carácter femenino con el yin, es decir, con lo negativo, la oscuridad y la noche. Para el budismo “la mujer poseía una naturaleza hundida en el pecado”. El Onna-daigaku, que todas las muchachas casaderas se aprendían de memoria, decía entre otras cosas: “Las enfermedades morales de casi todas las mujeres casadas son: desobediencia, odio, calumnia, envidia y superficialidad de pensamiento. Están sin falta en ocho de cada 10 mujeres”.
Con semejantes enseñanzas se instaló en las japonesas un profundo complejo de inferioridad. La profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona María Teresa Rodríguez Navarro señala que desde su más tierna infancia las niponas “eran educadas para anularse como personas y servir a los demás en una situación de total subyugación”. Sus maneras elegantes y su preparación tenían como objetivo deleitar al padre y posteriormente al esposo, al suegro y al cuñado mayor. Esto era especialmente notable en las clases media y alta, que adiestraban a las jóvenes en el arte, la poesía, la música, la danza y la literatura. No hay que olvidar que la primera novela japonesa Genji monogatari (Leyenda de Genji) la escribió una mujer, Murasaki Shibuki, a principios del siglo XI.
La socióloga Sumiko Yazawa, profesora de la Universidad Cristiana de Mujeres de Tokio, justificaba así el sometimiento de la mujer: “A lo largo de la historia, las difíciles condiciones geográficas y climatológicas de Japón han desarrollado un arraigado sentimiento de comunidad y de enclaustramiento de la sociedad en sus propias desgracias, ocultas bajo el caparazón de fortaleza y orgullo”. La mujer, víctima de esa educación, era a su vez transmisora a su descendencia de los valores represivos y, con frecuencia, al convertirse en suegra, pasaba de víctima a verdugo.
El largo camino de la ley
Todo esto ha motivado la tardía aparición y el escaso arraigo en Japón de los movimientos feministas y liberalizadores de la mujer así como de la reivindicación de la igualdad de derechos. La Constitución promulgada tras la restauración Meiji no garantizaba la igualdad de sexos. El Código Civil seguía considerando a las esposas casi incapaces de gestionar una propiedad, una herencia o la patria potestad sobre los hijos, aunque las reformas de 1898 les otorgaron cierta capacidad jurídica. Sólo tras la Segunda Guerra mundial, la situación legal cambió drásticamente, al menos sobre el papel. La Constitución de 1946 reconoció la igualdad de todos los ciudadanos sin discriminación por “raza, credo, sexo, condición social o linaje”.
En la actualidad, desde la Ley de Igualdad de Oportunidades, promulgada en 1985, la Ley de Baja Maternal, de 1992, y la Ley para la Prevención de la Violencia Conyugal, de 2001, las japonesas están tan protegidas legalmente como las europeas o las norteamericanas. En la práctica, sin embargo, aún les queda un largo camino por recorrer, como demuestra que ninguna de las dos primeras leyes mencionadas incluye una penalización para las empresas en caso de que las incumplieran.
La historiadora y funcionaria del ayuntamiento de Tokio Masae Wada argumenta sobre uno de los grandes males que aquejan a las japonesas: “Muchas recurren a las oposiciones públicas para no darse de bruces con el acoso sexual” que “invariablemente” sufren en la empresa privada, aunque en la pública tampoco se libran de las limitaciones en los ascensos si no se ganan la “simpatía” del jefe. Según Wada, “lo peor son las pequeñas empresas” y los más acosadores, los hombres por encima de los 40 años. “Varias amigas han sufrido abusos sexuales. Confiaban en que después sus jefes las dejarían en paz, pero no fue así”, aseguró en una entrevista. Muchas mujeres ponen fin a ese suplicio cambiándose de empresa. Aunque las leyes las protegen, son muy pocas las que se atreven a recurrir a ellas. “Ahora ya hablamos entre nosotras de este problema”, indicó Masae. “Algunas incluso son capaces de decir cuando se marchan de la compañía que lo hacen porque no aguantan el acoso de determinado jefe, pero no conozco a ninguna que lo haya denunciado. Eso va en contra de la cultura japonesa que exige a la mujer discreción ante todo”. Hija única y madre de un solo niño, a sus 40 años Masae afirmó que en más de una ocasión trató con su padre la cuestión del hostigamiento sexual sin lograr que lo entendiera: “Para él se trata simplemente de un comportamiento normal del hombre y no entiende que pueda molestar a una mujer, ni que se pueda calificar de acoso”.
Aunque parezca duro, el hecho de que las japonesas ya hablen entre ellas al respecto y se atrevan a comentarlo con sus padres o sus maridos es un importante avance, porque rompe el muro de silencio y la sensación de aislamiento y soledad que las aplasta. La directora del Instituto para la Vida y el Bienestar, Mariko Kuno Fujiwara, instaba a las mujeres a hablar para impulsar la defensa de sus derechos, aunque reconocía las dificultades. “Frecuentemente la familia no sólo no respalda sino que se convierte en un gran obstáculo. Cualquier acción innovadora es interpretada como un ataque a la institución familiar y son pocos los varones que la entienden”.
Los años noventa, denominados la “década perdida”, despertaron la capacidad emprendedora de miles de mujeres, que forzaron a las instituciones financieras a modernizarse y darles créditos para montar sus propias empresas y para comprar sus viviendas unifamiliares, algo desconocido hasta entonces en Japón. Entre ellas se encuentra, Keiko Kawasoe, que a sus 35 años y cansada de trabajar con hombres, creó por entonces una editorial en la que trabajan sólo mujeres y en la que publica con éxito libros de cuentos y guías. Keiko, que había trabajado como intérprete de chino, comentó que aún recordaba con terror como “todas las noches, a cualquier hora, golpeaban la puerta de su habitación del hotel, uno u otro de los miembros de las delegaciones a las que acompañaba en sus viajes de negocios”.
Entre Shibuya y Ropongi
Los cambios que se registraron en la “década perdida” no fueron sólo laborales y educativos, como el mayor número de universitarias, sino también familiares. Al contemplar la tribu de veinteañeras que se pasea por el céntrico barrio tokiota de Shibuya, con sus excéntricas vestimentas y coloreados cabellos, se vislumbra la profunda transformación que experimenta la sociedad. No hay mayor espectáculo para un visitante que observar el contraste entre los dos barrios más famosos de la capital, Shibuya y Ropongi, el corazón financiero de Tokio. En este último, sobre todo a la hora del almuerzo, es divertidísimo ver salir de sus lujosos rascacielos a tropeles de mujeres, que se dispersan en grupitos para comer en alguno de los restaurantes de comida rápida. Muchas van enfundadas en el uniforme de la empresa y llevan la tarjeta de identificación colgada de un cordón. No se oyen risas, ni voces, avanzan al unísono, casi en fila. Da la impresión de que todas tratan de confundirse en el interior del grupo. En Shibuya, sin embargo, lo que impera es llamar la atención.
Unas relaciones sexuales libres y una sexualidad abierta son algunos de los grandes problemas que enfrentan a la juventud japonesa con sus progenitores. Aunque el matrimonio sigue siendo prioritario, cada día son más los chicos y las chicas sexualmente activos fuera de un marco convencional, si bien son pocos los que se aventuran a un desafío abierto. La independencia económica, una buena dosis de hipocresía y la mayor preparación de la mujer han convertido lo que era hasta ahora un tabú en una cuestión de estudio.
Con grandes esfuerzos, las japonesas van ganándose su autoestima y forjando su independencia, lo que se traduce en cambios en la estructura familiar. El primero es el retraso en la edad del matrimonio. Según Kazuo Sato, profesor de la facultad de Educación de la Universidad de Chiba, “hasta hace muy poco era muy difícil para las mujeres vivir como solteras”. Debían casarse antes de los 25 años porque después “su valor como novia decaía rápidamente”. Ahora, según las estadísticas oficiales, la edad media de las japonesas al casarse se sitúa en 28,3 años. Asimismo, la tasa de divorcio pasó de 1,5 por cada 1.000 parejas en 1984, a 2,3 en 2002, debido fundamentalmente a las demandas presentadas por mujeres.
La ley de 2001 para la Prevención de la Violencia Conyugal supuso un gran avance. Hasta entonces, los casos de violencia entre cónyuges sólo se perseguían o investigaban si eran especialmente graves. La indefensión de la mujer frente a la violencia física o psíquica era escandalosa. Los datos recogidos por la Organización Mundial de la Salud, el mismo año en que se promulgó la ley, revelaban que el 13 por cien de las japonesas había sufrido algún tipo de violencia y el seis por cien había sido objeto de algún tipo de abuso sexual. Además, el ocho por cien de las mujeres encuestadas declaró haber sido golpeada por su pareja en algún momento del embarazo.
El cambio más drástico ha sido el brutal descenso de la natalidad, que en 2008 se situaba en 7,87 nacimientos por cada 1.000 habitantes, la más baja del mundo en términos absolutos. A su vez, el índice de fecundidad ha descendido desde los 1,84 hijos por mujer en 1984 a 1,21, una tasa muy por debajo de los 2,07 hijos necesarios para mantener la población.
A la hora de exponer sus traumas y preocupaciones futuras, las japonesas son mucho más cándidas y francas que las occidentales, aunque éstas sean inicialmente más abiertas. Las niponas hablan como si con ello dieran alas al sueño de reinventarse y de reinventar su país, sueño que empieza a tener tintes de realidad, sobre todo porque ellas, tradicionalmente encargadas de transmitir los valores a sus hijos, comienzan a poner en duda muchos de éstos, incluida la discreción que las subyuga.
Según el Instituto de Vida y Bienestar, una de las novedades es el “espectacular aumento” de los matrimonios con extranjeros, algo muy mal visto en la sociedad tradicional. Como el de la ceramista Akane Niwa y el español Jesualdo Fernández-Bravo, quienes ya casados se fueron a vivir al campo en 2000. Según Akane, nacida y educada en Tokio, casi hay menos distancia entre Europa y las grandes ciudades de Japón, que entre éstas y el Japón profundo que habita en sus pueblos. El matrimonio se encontró con el total rechazo de los vecinos, que ni tan siquiera les hablaban.
En el avance de las hijas del Sol Naciente, la urbanización es fundamental. El 75 por cien de la población es urbana y se concentra en torno a populosos ejes como el de Tokio-Kawasaki-Yokohama. En la ciudad es más fácil saltar las grandes barreras que impiden a la japonesa hacerse dueña de su futuro: “El honor de la familia y la vergüenza del qué dirán”. Ni más ni menos que las claves de su idiosincrasia, según las describió Ruth Benedict en su libro El crisantemo y la espada, fruto del estudio antropológico que le encargó el gobierno de EE UU en plena Segunda Guerra mundial para entender el comportamiento, las normas y los valores del enemigo.
En la política y la economía
Casi 70 años después, las japonesas se empeñan en hacer una sociedad más permeable a las ventajas que han descubierto en Europa, su continente preferido, y disfrutan cada día más de su independencia económica. De los 49 millones de mujeres en edad activa, unos 26 millones tienen trabajos de jornada completa y 23 millones, casi todas casadas, realizan trabajos temporales o parciales. “Está claro”, dice la profesora Ana María Goy Yamamoto, que la japonesa “está adquiriendo cada vez un mayor protagonismo como agente económico, no sólo desde un punto de vista de participación activa en el mercado laboral, sino también en la generación de economía, mediante la creación de nuevos proyectos o a través del consumo”.
Las desigualdades de género, sin embargo, siguen siendo sangrantes. En los primeros empleos no existe casi diferencia de sueldos entre los jóvenes de ambos sexos, pero conforme se cumplen años se agravan los desequilibrios. Según la Organización Internacional del Trabajo, el coste de los salarios de las mujeres en Japón es alrededor de la mitad que el de los hombres. La sociedad es consciente de que se ha avanzado poco en la igualdad de sexos. Una reciente encuesta concluía que el 71 por cien de los japoneses piensa que el hombre recibe mejor trato que la mujer en los terrenos social, político, familiar y legal. Para el 44 por cien, las leyes y las estructuras sociales benefician al hombre.
La política sigue siendo un campo casi exclusivamente masculino. Las primeras elecciones generales del siglo XXI redujeron, incluso, la presencia de mujeres en el Parlamento. De los 480 diputados electos, sólo 34 eran mujeres, una menos que en la legislatura anterior. De todas las electas, la más popular es Makiko Tanaka, hija del ex primer ministro Takuei Tanaka y la primera mujer que ocupó la cartera de Exteriores, en la que apenas duró un año pese a ser la ministra más célebre del gabinete de Junichiro Koizumi. El ala más conservadora del gobernante Partido Liberal Democrático puso la proa a la conocida como “la ministra que no se mordía la lengua”. Koizumi cedió y tras destituirla, la suspendió de militancia en el partido por las acusaciones de utilizar bienes públicos. Una vez exculpada por la justicia, ganó un escaño como independiente y en la actualidad se sienta en la bancada del opositor Partido Democrático de Japón.
Hablar de mujeres con Tanaka fue bastante frustrante. Ella se empeñaba en reconducir la entrevista hacia temas políticos y diplomáticos, mientras yo trataba de centrarla en cuestiones sociales y especialmente en la situación de las japonesas. El asunto no le interesaba, ni mostraba intención de utilizar su poder y su popularidad para luchar por su género. Aseguró que su familia no era machista y reconoció que llegó a la política en “un 60 por cien” por su padre, como muchos de sus compañeros hombres, hijos de dinastías parlamentarias. Afirmó que no se consideraba “ni heroína, ni modelo” y en lugar de criticar el sistema, casi culpó a las japonesas de no entrar en el restrictivo mundo de la política. Según ella, es simplemente una cuestión de “preparación y tesón”, por lo que se declaró contraria al establecimiento de un sistema de cuotas que fuerce el cumplimiento de la igualdad entre los sexos. El único guiño que hizo a sus congéneres fue admitir que lo que más le molestaba era “ver cómo sus compañeros diputados abuchean a sus compañeras cada vez que una toma la palabra en la Dieta [Cámara Baja del Parlamento japonés]”.
Para las recientes elecciones generales, anticipadas al 30 de agosto, no se han introducido normas que eleven el porcentaje de mujeres en la Dieta, pero desde el otoño de 2005, las japonesas han pasado a ocupar el 30,9 por cien de las asambleas, comités y demás órganos políticos de decisión del gobierno.
La mujer y el imperio
Tras su boda, en 1993, con el príncipe heredero Naruhito, la princesa Masako, hasta entonces una brillante diplomática, licenciada en Derecho por la Universidad de Tokio, en Economía por Harvard y con un posgrado en Relaciones Internacionales por Oxford, estaba llamada a ser la mujer que modernizaría el Trono del Crisantemo, la monarquía más antigua de la Tierra. De origen plebeyo, sería la primera emperatriz con estudios universitarios y la primera que hablaría varios idiomas. Sin embargo, la terrible presión para que alumbrara un heredero varón y el estricto protocolo de la corte fue más fuerte que ella y acabó por minarla. Tras el aborto sufrido en 1999, el nacimiento dos años después de su hija Aiko no le devolvió la alegría.
La Constitución de 1946, al igual que la española, no reconoce a las mujeres como herederas al trono y Aiko encendió la polémica sobre la conveniencia de una reforma constitucional. Según las encuestas, el 80 por cien de la población estaba a favor de la reforma de la ley de la casa imperial para permitir que las mujeres puedan reinar. De los encuestados en enero de 2005, sólo un cuatro por cien se declaró nítidamente a favor de que la ascensión al trono permaneciera limitada a los varones. Un 16 por cien se manifestó indeciso y el resto, a favor de que el Imperio del Sol Naciente pudiera ser dirigido por una mujer. No habría sido la primera. Entre los siglos VI y XVIII, Japón tuvo 10 emperatrices.
Cuando Aiko nació la reforma constitucional era urgente porque estaba en juego el futuro de la dinastía reinante. El emperador Akihito no tenía ningún un nieto varón. La ley de la casa imperial establecía que, si algo le sucedía a Naruhito, heredaría el imperio su hermano menor, el príncipe Akishino, quien sólo tenía dos hijas. La falta de un varón marcaba, por tanto, el fin de la dinastía. El nacimiento de su hijo Hisahito, en septiembre de 2006, fue un alivio. La línea sucesoria estaba asegurada y la reforma constitucional se aparcó.
Conocida como “la princesa cautiva” desde que en 2004 se recluyera tras los muros de palacio, Masako es tremendamente popular porque para muchas japonesas es la “viva imagen” del calvario que ellas soportan. El nacimiento de Hisahito la liberó parcialmente de la presión. En 2007, Naruhito anunció que Masako había iniciado una “lenta recuperación”, aunque indicó que era una cuestión “a largo plazo” y pidió “comprensión” sobre la retirada de su esposa.
No fue el único cambio que los nuevos tiempos han impuesto a la hierática dinastía. En 2004, la princesa Sayako, entonces de 35 años, anunció sus nupcias con un plebeyo. Sayako se había convertido en la imagen de la nueva japonesa que prefiere el calificativo de “solterona” antes que aceptar la demanda familiar y social de contraer matrimonio. Única hija de Akihito, en cuanto cumplió los 20 años comenzaron a presentarle candidatos que ella amablemente rechazaba, mientras se aplicaba en las tareas oficiales y en su pasión por la ornitología. La boda la obligó a renunciar al título real.
Es evidente que el patrón social tradicional ya no sirve. Las japonesas retrasan cada vez más el matrimonio y, si se casan, quieren seguir trabajando aunque realicen la totalidad de las tareas domésticas. A sus 72 años, Mineko, ama de casa, no entiende el vértigo de la vida actual. Profesa el budismo zen, la rama budista más popular en Japón, y teme que su hija no cumpla con sus deberes de honrarla cuando se muera. “Mi casa es tan pequeña que no me cabe el altar para venerar la memoria de mis padres y, si yo no he tenido altar, me temo que mi hija se olvide incluso de rezar por mí”, comenta tras criticar la pérdida de valores entre las mujeres jóvenes.
“No comprendo a mi hija. Está demasiado obsesionada con el trabajo. Me pide que hable con mi nieta en inglés, como hace ella, pero yo le hablo en el dialecto de Osaka para que conozca nuestras raíces”, confiesa Tomie Wada, otra ama de casa a la que conocí en un vuelo de Madrid a Tokio cuando volvía con sus amigas de hacer el Camino de Santiago.
Los mayores sienten que se esfuma la cohesión de la sociedad japonesa; que se hace permeable a una occidentalización extraña a sus valores; que la mujer, cuya misión más sagrada es velar por el hogar, se empeña en entrar en el mercado laboral y competir con los hombres. Con una esperanza de vida superior a los 85 años, para las japonesas mayores el futuro se presenta incierto y oscuro. Las jóvenes, mientras tanto, sólo se interesan por el presente y reniegan de un Japón que se ha modernizado de puertas afuera. Entre unas y otras, las mujeres adultas despliegan su vigor y parecen unidas por el desvelo común de encontrar la mejor forma de asentarse en un Japón cambiante, un Japón que a su vez trata de adaptarse a las exigencias que ellas le imponen.

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