Mi Vida entre dos monstruos (5): Aventuras en Asia, ciudades cerradas y más

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Por Luis Amílkar Gómez.

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La hoy República Unitaria de Kazajestán es un país que se desarrolla a un ritmo vertiginoso gracias a sus enormes recursos naturales.
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La antigua República Socialista Soviética, se independizó de la Unión Soviética, el 16 de diciembre del 1991.

Actualmente es unos de los grandes productores de trigo y algodón del mundo y tiene una industria petrolera en franco desarrollo.
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Su capital es Astana, aunque durante los años en que pertenecía a la Unión lo fue la ciudad de Alma-Ata, su área urbana más significante.

Su extensión territorial es gigantesca, contando con más de 2 millones 700 mil kilómetros cuadrados, un poquito más grande que toda Europa Occidental.
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Sin embargo, su población apenas es de unos 18 millones de habitantes, teniendo una densidad de apenas 6 habitantes por kilómetro cuadrado.

Definitivamente, Kazajestán necesita gente.
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Hacia esa Nación se dirigía nuestro tren. La mayoría en nuestra brigada eran jóvenes estudiantes rusos.

Los soviéticos que estudiaban en la Universidad de la Amistad de los Pueblos Patricio Lumumba, tenían que ser miembros del Konsomol.
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Eso era mandatorio.
El Konsomol o Juventud Comunista era la organización juvenil del Partido Comunista de la entonces Unión Soviética (PCUS por sus siglas en ruso).

Extranjeros viajábamos solamente dos africanos y los linieros (Éramos) Arturo Socías y yo.
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Imagínense, las ofertas para verano eran vacaciones en distintos ciudades o trabajo en Asia Central, es claro que la segunda opción no era muy popular.

Debo confesarles que el trabajo no era gratis.
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El viaje sería de tres días con breves paradas para recoger pasajeros en algunas ciudades.
En uno de esos altos, vino nuestra primera aventura.

Se anuncia que el tren se detendría en Gorki, ciudad que lleva el nombre en honor al famoso escritor ruso Máximo Gorki, autor de la superconocida novela histórica La Madre.
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Era la primera parada después de muchas horas de viaje.

Arturo y yo vimos que nuestros compañeros rusos bajaron al andén y aprovechamos también para estirar un poco el cuerpo.
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No bien habíamos descendido cuando dos milicianos (policías) nos conminaron a subir al tren inmediatamente, sin darnos la más mínima explicación.

Buscamos aclaraciones con el jefe de la brigada y él nos dio las justificaciones pertinentes.
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Resulta que en la Antigua Unión Soviética, había algunas ciudades "cerradas" para los extranjeros, por cuestiones de seguridad.

Generalmente, en esas localidades había instalaciones militares de importancia o fábricas de armamentos.
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El viajar en tren es aburrido y por tres días se hacía ya tedioso. El ruido que causa la locomotora con sus vagones, al deslizarse sobre los rieles, al principio es inaguantable.
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Luego uno se va acostumbrando, pero aún así, casi no se duerme durante la noche y los días parecen que tienen más de 24 horas.
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El único lugar de entretenimiento era el vagón-restaurant, donde se hizo una costumbre tomarse un vino o unas cervezas después de cada comida para hacer tiempo.
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Al tercer día, llegamos a una pequeña ciudad donde dejamos el tren y nos montaron en una guagua (autobús) que nos esperaba.

El vehículo anduvo por unos 45 minutos y llegamos a una pequeña aldea, donde nos esperaba nuestro centro de trabajo.
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Nos instalamos en una casona, donde ya había un salón grande preparado con dos hileras de camas, nítidamente arregladas con mesitas entre ellas.

También contábamos con una pequeña sala, televisión y una cocina ya que teníamos que preparar nuestros alimentos.
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La primera noche se hizo una reunión, donde se acordó hacer los turnos para la cocina en grupos de tres y rotativo.

También se nos advirtió establecer relaciones de respeto con la población y observar un buen comportamiento.

Al siguiente día, nos reportamos a nuestro lugar de trabajo. Se trataba de una fábrica de ladrillos en la que se trazaba una meta diaria de producción.

Trabajamos fuerte durante la primera semana y llegó el sábado en la tarde que junto al domingo eran nuestro tiempo libre.

Quisimos conocer el poblado y esa tarde iniciamos la primera caminata por las estrechas calles del pobladito.

El caserío no pasaría de mil familias y parecía muy atrasado, como detenido en el tiempo.

La gente comenzó a asomarse desde todas las casas y cada vez eran más y más.

Al principio, pensé que nos estaban confundiendo con gente famosa, pero pronto entendimos tristemente la realidad.

En esa aldea nunca habían visto un negro. Nuestros dos compañeros africanos eran el centro de atención y los miraban como si hubieran venido de otro planeta.

Repentinamente, sucedió algo que nunca olvidaríamos.

Dos niños se acercaron a los de tez morena y preguntaron que si podían tocarles, requerimiento que fue permitido por nuestros compañeros.

Pasaron sus dedos por la oscura piel como si estuvieran haciendo un experimento.

Todos, incluyendo nosotros, mirábamos con fascinación y turbación el proceso.

Se chequearon los dedos y vieron que no se tiznaron. Mostraban sus dedos a los demás y la gente sonreía entre asombrados y defraudados.

Entendí por primera vez, lo contradictorio que resulta para mucha gente, el color negro en la piel de una persona.

Ese mismo sábado en la noche sería nuestro debut en la ploshaka. La ploshaka era una explanada al aire libre y piso de cemento, donde la juventud bailaba sanamente.

Después de cenar y cumplir nuestras obligaciones con la brigada, nos dirigimos al mencionado lugar a bailar.

Arturo y yo teníamos la esperanza poco probable de escuchar un merenguito, una salsita o, por lo menos, la música de Bonny M, que era un grupo de rock jamaiquino residente en Alemania, muy popular en Moscú en esa época.

Allí lo único que se bailaba era vals. Para nosotros, fue como retroceder la máquina del tiempo y regresar a aquellos salones europeos, donde las élites bailaban esa música maravillosa.

Arturo y yo nunca habíamos bailado vals y solo habíamos visto la danza en películas. Las muchachas, todas de rasgos asiáticos y muy bonitas, amablemente nos invitaban a bailar pero no nos atrevíamos.

Arturo siempre fue más osado y me dice: "Vamos a darnos un par de tragos de vodka a ver qué sucede".

El que ha bailado en una enramada y en piso de tierra, baila lo que sea.

Al poco rato, la vodka hizo el milagro y comenzamos a bailar con las muchachas y resultó bastante fácil ya que solo teníamos que seguir los pasos de Chayanne: Un-dos-tres; un-dos-tres, etc.

En esa rutina de los ladrillos y los bailes de sábado por la noche, pasaron casi dos meses y terminamos nuestra misión, emprendiendo el viaje de regreso a la ya querida y extrañada Moscú.

Tuvimos una experiencia laboral enorme, practicamos el ruso casi todo el día, conocimos una nueva cultura de primera mano y, para un mejor final, nos ganamos una buena cantidad de dinero.

La experiencia se tornaba cada vez más interesante.

Así llegó el final del verano de 1977 y comenzamos a hacer los aprestos para comenzar el primer año de la Facultad de Ingeniería.

Me sentía preparado académicamente y lingüísticamente, ya que me sentía cada vez más cómodo hablando, leyendo, escribiendo y escuchando el ruso.

Aunque la patria cada día estaba más lejos e inalcanzable...La meta cada vez se veía más clara.

Continuará...

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