Mi vida entre dos monstruos (16): Una rehabilitación lenta y dolorosa
Por Luis Amílkar Gómez
Al
cumplirse un mes de la operación en mi pié izquierdo y después de que casi
todas las facultades de medicina de Moscú mostraran a sus futuros médicos el
procedimiento, me sacaron de la habitación privada donde me encontraba.
Me
trasladaron a una sala grande donde habían alrededor de 20 camas, todas
ocupadas, por personas en proceso de curación y recuperación de brazos y piernas
rotas.
Mi
llegada al lugar causó un poco de revuelo ya que era el único extranjero y, la
mayoría de ellos, nunca habían tenido la oportunidad de conversar con alguien
proveniente de un país que ninguno había oído mencionar.
Me
hacían todo tipo de preguntas y se tocaban todos los tópicos. No había límite
de tiempo y no se censuraba ningún tema.
Se
conversaba sobre política, comida, mi familia, ropa, bebida, sexo a lo
dominicano y a lo ruso, vida estudiantil, Moscú, Unión Soviética, Lenin, Fidel
Castro, música, idioma ruso y español, etc.
Al
poco tiempo éramos todos amigos y se preocupaban por mi pierna y mi bienestar.
Les
enseñé algunas palabras y frases en español como "Buenos días",
"buenas noches", "gracias", etc.
Insistieron en que les enseñara algunas malas
palabras, ya que en ruso tienen todo un arsenal y usan un montón de ellas en
sus conversaciones diarias.
De
éstas, recuerdo que la que más les impactó fue el vocablo "coño", que
ellos pronunciaban en una forma bien peculiar, que provocaba mi risa, por la
gracia con que sonaba la "ñ".
Las
enfermeras y mis compañeros de sala me hicieron sentir tan bien que olvidé la
mala calidad de la comida y las "condiciones deplorables" de aquel
hospital, tal y como me lo describiera años después mi amigo Negro Veras.
Una
mañana durante su rutinaria ronda por la sala, el doctor me tomó por sorpresa y
me anunció que estaba de alta.
La
despedida fue difícil tanto para mi como para mis nuevos amigos. Con mis
muletas me acerqué a cada cama y abracé a cada uno de ellos por darme su
amistad, apoyo y solidaridad.
Debo
destacar que durante mi estadía en el hospital, mi consejero Nikolái me visitó
y trajo un mensaje del decano de ingeniería.
Me
ofrecía todo su apoyo para tomar un año de descanso o tratar por mí mismo y
presentarme a los exámenes al final del semestre. Me decidí por la segunda
opción y me enviaron los libros que necesitaba.
Llegué
a la residencia estudiantil apoyándome en mis muletas y con la pierna izquierda
enyesada. Mi habitación estaba en una cuarta planta y los primeros días fueron
difíciles para llegar a ella.
Amablemente
me ofrecieron mudarme al primer piso, pero gentilmente rechacé la oferta, ya
que no estaba en condiciones de mover mis cosas, y prácticamente vivía solo en
mi espacio, lo cual era casi un privilegio.
Estaba
dedicado 100 por ciento a estudiar y prepararme para no perder el semestre.
Periódicamente tenía que visitar al médico para chequeo rutinario. Me convertí
en un experto subiendo y bajando la escalera con las muletas.
Ascendía
y descendía tres veces al día para comer en una cafetería que teníamos en el
primer piso. En una ocasión, perdí el equilibrio y por suerte alcancé la
barandilla en el último instante y, soltando las muletas hacia abajo, logré así
irme y evitar una caída muy peligrosa.
El
frío hacía que el pié me doliera persistentemente y, aunque me habían dado unas
tabletas para calmarlo, evitaba tomarlas porque me "noqueaban" y no
podía estudiar.
Dos
profesores me exigieron cumplir con los laboratorios requeridos parar sus
materias. Tuve que viajar a la universidad por varios días y trabajar
intensamente días enteros para realizarlos.
Sufrí
varias caídas en esos viajes, ya que las muletas resbalaban en la nieve y el
hielo, pero sin consecuencias que lamentar.
Rendí
mis exámenes en el tiempo especificado y logré pasarlos por lo que me sentí muy
bien conmigo mismo.
A
finales de enero del 1981, me quitaron el yeso y comenzó un largo y difícil
periodo de terapia física, ya que el pié no tenía la fortaleza necesaria para
soportar mi peso.
Poco
a poco y, gracias a las especialistas que me atendieron, fui recuperándome
hasta lograr que mi pié pudiera responder apropiadamente.
En
todo este proceso, siempre extrañé que nunca recibí la visita de mi amiga María
del Socorro, aquella coterránea que había viajado conmigo a Moscú.
Pero
otra tragedia había ocurrido durante mi estadía en el establecimiento clínico,
afectando la vida de María para siempre.
Continuará...
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