Los paraísos de República Dominicana
LA
Una crónica sobre la desigualdad de vivienda y
vida en un país de referencia para el turismo en El Caribe, que oculta y no
soluciona la pobreza de más de un tercio de su población.
República Dominicana
es uno de los diez países más pobres de América Latina, casi un 40% de su
población vive en situación precaria. Unas 300.000 personas se alojan en
viviendas poco dignas a lo largo de las orillas del río Ozama, que desemboca en
el mar, tal como se ve en la imagen, en Santo Domingo, la capital.
Una campaña de Oxfam y
Casa Ya (colectivo que agrupa a diversas organizaciones de República
Dominicana) denuncian la precariedad de vivienda en este país caribeño y llaman
la atención sobre una realidad a la vista penosa; un reto para su Gobierno ante
la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible en 2030.
He aquí un recorrido
por diversos asentamientos de desplazados y pobres alrededor de la capital
dominicana.
Ernesto Aquino lee atentamente la Biblia sobre el mostrador de su colmado,
situado en la calle Trinitaria (en verdad, una pendiente escalonada de cabras),
del barrio de Simón Bolívar, bien cercano en su aspecto a otros como los de La Ciénaga, Los Guandules o Guachupita... Y
sonríe y no se queja, dice.
Sólo informa de que no vende demasiado y que, con
ayuda de Dios (el católico), espera clientela.
Quizá le funcione. No
en vano por todo Santo Domingo se pueden leer por muros y vallas pintadas
esperanzadoras: “Ya Cristo viene”, “Si Dios está conmigo, quién contra mí”, “El
infierno es real, Cristo te salva”... Anuncios de las distintas iglesias que
crecen como setas en un país que, desde 1930 a 2015, ha sido afectado por 70
fenómenos naturales.
Un lugar bien frágil.
Miramos alrededor.
¿Cómo podría el señor Aquino vender en una tienda semi vacía y entre pobres de
solemnidad en esta zona de favelas? Peldaños más abajo, asoma la cabeza de
Anabel Ramírez, de 21 años, portando a su hermosa bebé.
Ambas nada tienen que
no sea tiempo estéril, un cuartucho de seis metros cuadrados o un paisaje
espectacular de palmeras y barcas apiñadas allá abajo, en la orilla de una zona
llamada Los Tres Brazos, allí donde se abrazan las aguas color excremento de
los ríos Ozama e Isabela. Ella no aprecia ni lo uno ni lo otro.
A lo lejos, se pierde,
al caer el sol, la silueta de la yolera Yaquelín, una mujer muy activa de 50
años bien largos que, acabada la jornada y para despedirnos, se apoya en la
puerta de su cabaña construida a pedacitos de chapa, uralita y madera.
Unos 37 lleva en esta
zona, yendo y viniendo con su barca, la yola, entre las dos orillas más paupérrimas que imaginarse una pueda.
Las aguas del río
Ozama van a desembocar aquí en los puertos de San Diego y SansSouci —con proyecto turístico privado incluido, de lujo y de cruceros; en desarrollo desde
hace ya lustros—, en Santo Domingo, la capital de aire colonial de este país
del Caribe (de unos 11 millones de habitantes), situado en la isla de La
Española.
Un país hiperconocido
por ser turístico, idílico, paradisíaco. Muy querido. Un 16% del PIB del país
en 2014, según el Banco Mundial, procedió del turismo; 5.6 millones de llegadas
de no residentes se produjeron por vía aérea en 2015: el más alto de cualquier
destino del Caribe.
Pero nuestro viaje por
la República Dominicana de la mano de la ONG Oxfam tiene poco o casi nada de
todo eso.
Anduvimos, primero,
con Yaquelín, rodeada de los suyos y de sus vecinos de las cañadas; una ribera
que agrupa a más de cien mil personas y es propiedad, dicen, “hasta donde alcanza la vista” de una familia bien
conocida y rica acá, los Vicini, italianos crecidos al calor de los
ingenios del azúcar.
Basta un viaje en yola
para comprobar: pobres por aquí, pobres por allá... Chamizos imposibles
descolgándose hacia el agua como despojos expulsados del propio casco urbano.
Hasta donde alcanza la
vista. "Existe un 32% de pobreza general en el país; un 7% de pobreza
extrema", había apuntado ya Jenny Torres, coordinadora de políticas
públicas de la ONG Ciudad
Alternativa, al mostrarnos
el recorrido previsto por los asentamientos en las cercanías de Santo Domingo,
San Cristóbal y Consuelo. "Vivimos en un país que se llama Punta
Cana", ironiza ella sobre esta realidad tan desconocida fuera.
Un grupo de niños en el albergue Canta La Rana ubicado en el municipio de
Los Alcarrizos, en la provincia de Santo Domingo Norte.
“Las zonas turísticas
son espacios cerrados, el viajero no ve ni va más allá. Sucede, por ejemplo, en Boca Chica, que es el sexto municipio
más pobre del país y donde abunda la prostitución incluso de menores; o en
lugares idílicos donde se alzan vallas para que no se vean lo que existe al
otro lado”, contará luego Rosy Torres, consultora independiente de Oxfam.
Ella realizó en 2015
el trabajo de campo de una investigación por todos los albergues
(asentamientos) de desplazados y conoce bien sus contornos y a sus moradores. Damnificados
en República Dominicana. Duraderamente provisional se titula el
informe, escrito por Jenny Torres.
Ambas son algunas de
las personas que ponen voz a este desastre que definen como "La NO
política de vivienda" o “Crisis habitacional”: la inversión prevista en
vivienda social para 2017 en el país es del 0,03% del PIB.
Y siguen: “República
Dominicana ha ido creciendo, es verdad, pero el desempeño social no se
corresponde con lo crecido”. Algo que también apunta el Banco
Mundial: "La República Dominicana ha disfrutado de una de
las tasas de crecimiento más altas en América Latina y el Caribe en los últimos
25 años...acelerado nuevamente desde el 2014, a un 7% anual.
Sin embargo, a pesar
del notable desempeño económico, el crecimiento no ha sido tan inclusivo como
en el resto de la región; uno de cada tres dominicanos permanece por debajo de
la línea de pobreza".
Chamizos, chabolas,
albergues, bateyes (zonas donde habitan trabajadores de la caña, muchos
haitianos) sin agua, ni luz, ni inodoros se convierten, así, en nuestro destino
diario.
No sólo es en la
ribera del Ozama. Son también asentamientos como Los Barracones, Alfa 4, La
Marina, George… Con población desplazada interna o externa (haitianos en su
mayoría).
Unos llegaron por
necesidad económica; otros, empujados por las catástrofes naturales que no
cesan: ciclones, inundaciones, terremotos, tormentas tropicales de distinto
pelaje y nombre (David, Frederic, George, Olga y Noel) que se ceban con gusto
en los más desfavorecidos.
“Todo lo que aquí
sucede [en República Dominicana]”, dice Juan Miguel Pérez, sociólogo de la
Universidad Autónoma de Santo Domingo, “se explica en tres conceptos:
Reproducción social, segregación social y déficit democrático".
“Naces y ahí sigues
por siempre", afirma. "De cada 100 personas que vienen al mundo en
este país, menos de un 2% cambia del estrato social en el que nació: un 18%
retrocede, y el 78% queda estancado.
Esto implica mucha
segregación social y económico pero también de capital cultural, ese bagaje que
te da la capacidad de entender tu situación e interactuar para cambiarla.
La segregación y la
desigualdad existen físicamente en los territorios, cada uno tiene sus
condiciones, su lenguaje…, y ésta es también racial, tiene color.
Aquí hay muy ricos que
nadan en la abundancia y piensan, comen y viajan o viven como todas las élites.
Luego están los de
nivel medio, que miran hacia los dominantes y se aprecia lo que son a través de
la publicidad, consumen servicios privatizados, viven en espacios reducidos y
protegidos o fuera del país.
Están las clases que
sobreviven, con altísimos niveles de desempleo, 60%, y salarios míseros de unos
200 dólares mensuales: los pobres y los extremadamente pobres".
Y entre estos últimos,
recuerda, un grupo que arrastra una carga aún mayor: las mujeres dominicanas
que trabajan en el exterior, alejadas durante años de sus hijos y familias y
contribuyendo con una importante inyección al PIB del país, pues las remesas
representan un 7%.
"La recuperación
de un hogar pobre de un solo desastre puede durar toda una generación
entera", dice el Banco Mundial. Y sigue: "RD está muy expuesta...
Aproximadamente el 92% de su producción económica y el 97% de su población se
encuentran en zonas vulnerables a dos o más tipos de desastres naturales.
La ubicación
geográfica juega un papel preponderante que explica este alto grado de
exposición a los fenómenos meteorológicos, pero también lo explican las
debilidades estructurales como son el crecimiento urbano no planificado,
degradación del suelo, y débil aplicación de los códigos de construcción y las
regulaciones de zonificación".
Aquí y allá vemos
seres humanos pegados a un paisaje, a un tipo de vivienda, a una estética, a
una clase de comida y ropa precarias, a tradiciones plagadas de supersticiones
y religión, a un nivel de vida tan insuficiente que condena a la desnutrición,
a las infecciones, como dengue o chikunguña y la enfermedad.
Un panorama de calles
sin asfaltar, falta de saneamiento y servicios, hasta de identidad: un 31% de
personas sin actas de nacimiento habitan en los asentamientos.
“Existen además lo que
se llaman "las marcas del refugio" interiorizadas: sin documentación,
no existo; no tengo derecho a ser avisado ante amenaza climática; no tengo
derecho a protestar; y debo negarme a mí mismo para existir.
No has de decir nunca
donde habitas”, recuerda Loeny Santana, activista del Foro Ciudadano, sobre el
informe de damnificados de Ciudad Altenativa citado arriba. Y aún peor,
encontramos una gran mayoría de personas afectadas por el mayor de los males:
la resignación. Si naces aquí es que la vida es así.
La conciencia de la
pobreza como destino irreversible que todo lo arrastra. “Así lo quiere Dios…”
es la frase más escuchada. Si Dios lo quiere, ningún Gobierno lo puede cambiar.
¿Pero qué hace el
Gobierno para atender a las familias más necesitadas cuando no tienen ni
siquiera un techo? Desde el ministerio de Economía nos remiten a sus memorias
institucionales de los últimos años donde se incluyen planes contra lluvias y
desastres y medidas de acción. Hay proyectos de vivienda y de realojo de
afectados, sí.
Como las zonas de Juan
Bosch y Nueva Barquita, que
también visitaremos: allí se ven nuevas construcciones, viviendas amplias y
cómodas, pero apenas hay tiendas en los bajos, ningún trabajo ni formal ni
informal cerca. El texto remitido desde el Gobierno, de 2013, señala.
"Hoy se inicia la
construcción de la Nueva Barquita, donde serán reubicadas unas 1,620 viviendas
y más de 5,500 personas, aquellas que viven en zona de riesgo, dentro del
barrio La Barquita.
Construyendo viviendas
dignas, entre 65 y 55 m2, en edificios de apartamentos de 4 niveles, algunos
con el primer nivel comercial. Se priorizará a las personas envejecientes y con
dificultades motrices, ubicándoles en los primeros niveles y manejando
criterios de movilidad universal. No solo se construirán viviendas, se
dispondrán también de equipamientos y dotaciones...".
El lugar está
impecable, hay escuela, canchas de baloncesto y otros deportes, algún colmado,
contenedores de basuras, y pasan autobuses con regularidad. Los vecinos
muestran mucha satisfacción y mucha queja al mismo tiempo.
La mayor de estas es
que se les consulta muy poco a la hora de plantear necesidades o planificar
soluciones, a la hora de diseñar las viviendas, el barrio, los servicios.
“Y el 90% de los
proyectos para desplazados se desarrollan en Santo Domingo, y no en las zonas
más empobrecidas; hay un déficit de 865.829 viviendas y la oferta existente
representa 70.961 viviendas, es decir apenas un 8,2% de lo necesario",
afirma Jenny Torres.
"Además, el
sistema de fideicomisos que también ha puesto en marcha el Gobierno —donde éste
da un aval para facilitar terrenos— resultan ser al final viviendas para
asalariados, porque tienen un precio que implica tres sueldos al menos, lo cual
saca a muchos pobres de esta opción”.
Marcha reivindicativa en Santo Domingo contra la corrupción y la impunidad
de los delitos (en referencia a los implicados en el caso Odebrecht).
Tal situación precaria
está siendo denunciada estas semanas a través de una campaña de Oxfam y Casa Ya
(iniciativa que agrupa a las organizaciones parte de la mesa de vivienda de
Foro Ciudadano y otras ONG), con el objetivo de llamar la atención del Gobierno
dominicano sobre una realidad a la vista penosa.
Si el 71% de la
población carece de vivienda digna en el país ¿por qué no invertir más en el
sector hasta llegar al 1% del PIB? Y OXFAM y Casa Ya no sólo se lo preguntan
sino que proponen y dan ideas para reducir gastos de aquí y allá y
conseguir tal cantidad de fondos.
Rosa Cañete,
Coordinadora contra la Desigualdad en América Latina y El Caribe, y Rafael
Jovine tiran de datos y gráficos para mostrar cómo arañar de los gastos de
Gobierno existentes, eliminar corruptelas, prácticas clientelares y dispendios
y conseguir la financiación necesaria.
Algunas frases de la
campaña son: "Sólo en publicidad y propaganda, el Gobierno gasta tres
veces más que en vivienda", "Propaganda, corrupción, botellas... El
Gobierno dominicano malgasta alrededor de 2.2% del PIB nacional que podría
utilizarse en garantizarle el derecho a la vivienda, entre otros".
La reforma fiscal está
ahora, además, sobre la mesa. "No se recauda suficiente en este país, tras
Guatemala es el segundo país con menor presión tributaria. Según la ONU, sólo
14% del PIB; faltan 6 puntos para llegar al 20% y cumplir con la agenda de
Objetivos de Desarrollo Sostenible, pero la política fiscal es un círculo en sí
misma: para recaudar más y mejor se tienen que garantizar servicios a la
ciudadanía, pero aquí no se reciben adecuadamente", apuntan.
"Un sector
público que no gasta lo suficiente ni particularmente bien para reducir la
pobreza", lo define el informe Para construir
un futuro juntos. Notas
de política de República Dominicana, publicado en octubre
de 2106 por el Banco Mundial, donde el organismo internacional hace sugerencias
al nuevo Gobierno del país (Danilo Medina y el Partido de la Liberación
Dominicana ganaron por segunda vez en mayo de 2016) pero, curiosamente, no hay
mención a la promoción o incremento o inversión de vivienda de ningún modo, ni
esta es considerada política social (es más la palabra vivienda brilla por su
ausencia en el informe).
El albergue de Canta la Rana
Situado en Los
Alcarrizos, era temporal, como tantos otros, hasta que el propio paso del
tiempo lo ha hecho permanente. En barracones se asentaron familias expulsadas de sus lugares de origen
por la fuerza del ciclón David en 1979.
“Todo el mundo aquí
tiene una historia alrededor de él y de la tormenta Frederic que vino después y
anego todo durante 15 días”.
Hoy es día de mercado
en esta localidad del extrarradio de la capital y el ajetreo es total: guaguas
yendo y viniendo, gritos en los colmados, carteles ilustrativos (“36% de las
adolescentes de Los Alcarrizos quedaron el año pasado embarazadas”, "Ojo a
la epidemia de conjuntivitis"), los picapollos a rebosar (brutal fue la noticia
de los pollos “ahogados” de los chinos, que los matan de ese modo, aseguraban
los periódicos, para que la carne esté más fresca) y coches tuneados aquí y
allá con altavoces gigantes para montar karaoke nocturno en cuanto se pueda.
El albergue está esquinado
y en el habitaban 600 personas. El presidente de la Junta de Vecinos Alfa y
Omega, Dolores Félix, nos cuenta cómo fue asentándose la gente; cómo sí, es
verdad, que se han hecho planes y proyectos de realojo, y ahí mismo al lado se
ven los bloques de apartamentos: "Pero el Gobierno asegura que todo el
mundo tiene casa ya, y nosotros decimos que no, como puede usted comprobar.
Porque muchas viviendas se dieron a quienes no estaban en lista".
Hay mujeres poderosas
viviendo en estos barracones, como Carmen Félix, Beatriz Bais o Daisy Irene
Félix, de 63 años, que sirve café desde su chabola y todo lo sabe y lo ve desde
su mirador de madera. En los primeros tiempos ella preparaba comida para los
damnificados. Su memoria es la un tiempo y una situación aún pendiente de
solución. “Yo sigo peleando para conseguir algo”, asegura.
Lo confirma Félix. Como cuando, hartos de mandar cartas desde la junta de
vecinos para arreglar la calle principal y que no les hicieran caso, decidieron
sembrarla entera de bananos. "Vino bandada de policías". Al final les
entregaron materiales para aceras y canalización de agua y que se lo
construyeran ellos solos. Y aún de vez en cuando arrecian las protestas: “Pero
no todos participan, muchos tienen miedo de perder lo poco que poseen, pues los
tienen todo en contra”.
Así, en el recorrido, unos muestran la fosa séptica,
otros su altarcito a varias vírgenes y dioses, las cucarachas o ciempiés, el
baygón a todas horas para espantar mosquitos, la falta de sitio para
cocinar o tender la ropa… Y hasta los agujeros de las balas.
Como Natanael de
la Cruz, que lleva un drenaje desde hace dos meses y lo lleva ahí al aire. “Un
mal entendido fue”, asegura.
El hijo de Socorro Euclides Pimentel Encarnación mira la televisión en el
interior de La Marina, uno de los albergues más precarios y olvidados, un antiguo
cuartel militar de la época del dictador Trujillo, tristemente conocido. La
familia vive allí desde hace 18 años. Las ruinas del edificio acogen hoy a
varias decenas de familias que huyeron de la devastación de las tormentas
tropicales que afectan regularmente al país.
Entre 1930 y 2015, se registraron
70 ciclones o huracanes en el país. La situación de este lugar no puede ser más
paupérrima e infernal: sin agua ni saneamientos, guardan los desperdicios y
excrementos en bolsas de plástico que se amontonan cual montaña en una de las
dependencias. Y nadie pasa a recogerlas a pesar del olor y del peligro para la
salud.
Los casos Alfa
Unas 150 familias
habitan en un lugar llamado Alfa 4 que acogió a afectados del George (1998) y
Noel y Olga (2009). Se trata de una situación similar a la de Los Alcarrizos,
pero en el centro de San Cristóbal, la que fuera ciudad del dictador Trujillo,
en un edificio que era antaño el Instituto Agrario.
Allí es Saladín Santana,
alias Rambo, de la Junta de Vecinos, quien nos espera y nos hace de guía.
"Hay capas de desplazados aquí, de tres etapas, hubo un tiempo en que
sacaban y traían según los huracanes", cuenta mientras cruzamos ante un
par de casas quemadas.
La zona no ha sido
históricamente tranquila. Unos cuentan sobre sus casas originales perdidas por
crecidas del río; otras, como Miguelina Jiménez, sobre maridos desaparecidos:
"Un día vino alguien acá y me lo mató".
Se negó, dice, a que se
instalara en Alfa 4 un punto de droga. Para Francia Tejera, de 23 años, su vida
anterior tenía exactamente color violencia: "Tuve que salir corriendo de
mi casa y dejar a mis hijos, de siete y cuatro años, porque él [su marido] me
pegaba".
En su cara y sus brazos se aprecian las marcas. Ahora no sabe
bien a qué dedicarse ni qué hacer: "Cursos de cocina o de belleza. O quizá
emigre a Chile, ahora hay mucho trabajo doméstico allá".
Cae la tarde,
llegan hombres del trabajo en la ciudad, crecen los grupos sentados ante las
puertas de las chabolas, los sonidos de músicas y voces y el olor a cerveza.
"Este barrio está curado ahora", asegura Rambo, "antes todo eran
pleitos y peleas, pero ahora ya todos esos tigres están presos y los jóvenes
están tranquilos".
La más terrible
situación del lugar es en la que viven Giselle, de 36 años, embarazada y madre
de cinco hijos, y su compañero Francisco de la Rosa, de 34, que procede de otro
sector al que llaman La Piscina.
"Nadie viene a interesarse por
nosotros", dice ella en un cuchitril que acongoja hasta en su descripción.
Hornillos, telas, colchones, plásticos en el techo, goteras... ¿Debería hacerlo
alguien? Descubrimos enseguida, al girar la cabeza en el recinto, la razón.
Giselle no pide atención para ella, sino para su hija discapacitada de siete
años, tirada como un trapo encima de la cama. Deficiente, casi ciega,
inmovilizada, sin manera ni modo, ni espacio siquiera para poder entrar en la
casucha con una silla de ruedas.
Preguntados sus vecinos sobre ayudas para
alimentos o pañales, nada responden. Se encogen de hombros. La mitad de las
familias están ocupadas ya esperando un inminente reasentamiento.
Hay una lista
aún no pública. Pero Giselle no espera estar en ella.
De los tejados de unas
chabolas se puede subir hasta las otras y desde allí, desde las azoteas se
aprecia bien el perímetro del albergue, su paisaje de tejados roídos y gris
uralita, de tiempo consumido.
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