Mi vida entre dos monstruos (21): “Regreso a la Patria”

Luis Gomez
Por:  Luis Amílkar Gómez.

Nota: A petición de amigos y lectores, que me pidieron narrar lo que pasó durante el tiempo que estuve en Dominicana, después de regresar de la Unión Soviética y mi posterior emigración a Estados Unidos (1982-1984), escribiré dos artículos más de la serie.

Mis amigos me tenían una fiesta preparada por la terminación de mis estudios en una de las komnatas (habitaciones) estudiantiles.

Creo que fue la primera vez en mi vida que fui centro de atención en una velada.

A esa, siguieron un sin número de actividades similares, ya que cada compañero que se graduaba invitaba a los demás a su bonche.

Algunos compañeros africanos eran los que hacían las fiestas más memorables, ya que tenían dólares, con los que compraban whisky y cerveza Heineken, lo cual era un lujo.

Esas eran las únicas festividades que disfrutaríamos, ya que en la Rusia soviética no se celebraban graduaciones, por lo que la toga y el birrete, no eran mercancías muy populares en ese país.

Simplemente, un día se nos llamó a los que terminamos la carrera de minería y en un pequeño salón se nos entregó un paquete con todos los diplomas y transcripciones de notas.

Los aprestos de despedida duran varias semanas, ya que hay que repartir las propiedades de cierto valor, entre los que quedaban atrás, como era la tradición.

Regalé desde el famoso abrigo largo negro y la shapka (gorro de piel pura) que me dieron el primer año cuando llegué a Moscú (y que no tenían acabadera), hasta la mesa especial que usamos los ingenieros para dibujar con sus instrumentos.

Cada quien pedía lo que necesitaba. 

Uno pidió la cháinika (tetera de hacerté), otro reclamó los discos de larga duración, alguien se llevó unas botas y otro se adueñó de un perfume Old Spice que me habían regalado en Puerto Rico.

La situación se parecía, a cuando alguien muere en un barrio pobre, donde las cosas de valor del difunto, hay que distribuirlas entre familiares y amigos.

Un dilema era qué hacer con tantos libros interesantes que había acumulado durante todo este tiempo.

Decidí dejar parte de mis ropas, con tal de llevar la mayor cantidad de textos.

Tuve que regalar muchos de ellos, pero los que nunca dejaría eran “El Capital de Carlos Marx”, “Diecisiete Instantes de una Primavera” (traducido al español), “El Don Apacible”, “La Madre” y otros que estaban relacionados con mi carrera.

Marcaba todos mis libros con mis iníciales en la página 13, para evitar confusiones innecesarias entre compañeros estudiantes.

La despedida fue muy triste, ya que el ser humano se acostumbra al medio en que se desenvuelve, sobretodo, cuando en ese escenario pasaste seis años de tu vida, en una lucha constante por conseguir propósitos.

Era difícil decir adiós a Henry y a todos los amigos que me habían acompañado durante tanto tiempo, a mis compañeros rusos y de otros países que pasamos cinco años en la cátedra de minería, a Moscú y sus maravillosos lugares.

Finalmente, el 26 de Julio abordé un avión de Aeroflot con destino a Nicaragua, con escala breve en La Habana, Cuba, aterrizando en el aeropuerto “Augusto César Sandino” de Managua ese mismo día.

Estuve de tránsito unas tres horas en esa ciudad y luego en un avión de la aerolínea Copa, llegué al aeropuerto “Omar Torrijos” de Ciudad de Panamá, ya entrada la noche.

En esa terminal me informaron que mi vuelo hacia Santo Domingo, era al otro día 27 de Julio de 1982, por lo que al no tener dinero, tuve que dormir en el Aeropuerto.

Temprano en la mañana, me acerco al mostrador de la aerolínea Iberia y me dicen que tengo que pagar 20 dólares como impuesto de salida y al asegurarles que no tenía dinero me informan que no puedo viajar.

Un señor que escuchaba la conversación, me señala que el cónsul dominicano estaba en la terminal y que a lo mejor él podía ayudar.

El mismo, sale en busca del oficial dominicano y regresa con el funcionario.

Le explico lo que me pasa y él me dice que eso no es problema, pagando el dinero a la muchacha de la aerolínea.  

Solo recuerdo que el representante del gobierno dominicano era de apellido Jiménez.

Llegué al “Aeropuerto de Las Américas” de Santo Domingo a media mañana y estando en la fila de emigración, alcanzo a ver al capitán del DNI, que me había interrogado en 1980.

El estaba parado al lado de la caseta.

Me salí de la fila y me acerqué a él preguntándole si me esperaba a mí y su respuesta irónica no se hizo esperar.

“¿Qué tú comes que adivinas?”.

En nuestro anterior encuentro estaba asustado porque todavía no había terminado mi Carrera, pero ahora no me importaba lo que hiciera.

Total, ya me sabía las preguntas.

De nuevo me llevó al mismo cuarto que la vez anterior.
Le pedí que lo hiciera sin la molestosa luz que usó en el pasado, a lo que accedió gentilmente.

Provoqué su enojo a propósito, contestando a muchas de sus interrogaciones con “lo mismo que te dije dos años atrás”.

Me pidió, subiendo el tono de su voz, que me limitara a contestar las preguntas.

Al recoger mis maletas, noté que estaban muy livianas por lo que procedía abrirlas, descubriendo que todos los libros escritos en español habían desaparecidos.

Me dirigí nuevamente al Departamento Nacional  de Investigaciones-DNI- y el capitán me dijo que eso era asunto de Aduanas.

Cuando me presenté ante el supervisor de esa dependencia, la excusa fue que esas maletas estuvieron mucho tiempo sin supervisión, por lo que no era su responsabilidad.

Recordé que había llegado a República Dominicana y que robos más grandes en esa terminal, nunca fueron aclarados.

Ahí se fue “El Capital de Carlos Marx” y el “Don Apacible”.

“Los Diecisiete Instantes de una Primavera” y “La Madre” se salvaron, porque los protegí envueltos en calzoncillos ya usados.

Todavía conservo esos dos ejemplares.

Después de tres horas, logré salir y encontrarme con mi padre que me esperaba con cierta impaciencia.

Viajamos de Santo Domingo a Sabaneta durante cinco o seis horas, y ya comenzaba a anochecer, cuando llegamos el pueblo que me vió nacer.

Entrando a la población, parecía como si el tiempo no había pasado por la pequeña ciudad. 
Se parecía al “Pueblo Blanco”, que describió Joan Manuel Serrat, en su famosa canción.

Ahí estaban impasibles el hotel Marién, mi escuela primaria “José María Serra”, el “Hospital General Santiago Rodríguez” y las casas de familia tampoco habían conocido el progreso.

Mis padres habían vuelto al barrio Bolsillo, por lo que un grupo de personas, muchos de ellos que me vieron nacer o crecieron conmigo, estaba esperándome en el patio de la casa.

A nivel de sancocho y algunas frías, no cesaban de felicitarme, ya que probablemente, era el primer bolsillero que se graduaba de la universidad.

Ojalá mis años de estudios y sacrificios hayan servido de inspiración para que muchos de los jóvenes, no solamente de mi barrio y de mi pueblo, sino de todo el país, se labraran un mejor porvenir para ellos y para sus familias.

Los planes inmediatos serán buscar trabajo y comenzar una nueva vida para mí y para los míos.

Pero en ese momento, solo pensaba en una sola cosa.

¡Qué bueno es regresar a casa!

¡Qué bueno es tener un pedazo de tierra al que uno pueda llamar PATRIA!

Continuará…











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