La tinta de la operación calamar mancha demasiado
Por Carmen Imbert Brugal
La candidez de los leguleyos de entonces, hoy prestantes profesionales del derecho, ocupaba el foro. Todos apostaban a que el nuevo código procesal penal, ya mayorcito, erradicaría el abuso y haría refulgir el debido proceso.
Antes de su promulgación, en cada rincón, afloraba la necesidad del
código que trazaría la senda del respeto a los derechos fundamentales.
Letrados de aposento que jamás se habían acercado por los pasillos de
los Palacios de Justicia y conocían poco los percances del tejemaneje para
decidir el destino de los prevenidos, confiaban en el código “garantista” para
evitar los males.
El texto, con algunos aportes criollos, era una oferta foránea para
convertir el juzgamiento en una especie de reunión entre rotarios.
La normativa anterior fue demonizada con los mismos argumentos usados
ahora para justificar los dislates del nuevo código penal. Con algarabía fue
recibido el código procesal soñado.
El fin del tránquenlo había llegado, las cárceles se aliviarían de tanto
preso sin juicio ni sentencia.
El 20.XII.2003, en este mismo espacio publiqué “La mentira del
tránquenlo”, insistía que nunca, ni con el ordenamiento anterior ni con el
código procesal vigente el “tránquenlo” estaba ni estaría justificado.
La decisión depende de quien tenga el poder para ordenarlo y mantenerlo.
“El «tránquenlo» está inscrito en el alma nacional, ha sido, es y será
una flagrante violación a los derechos establecidos en la Constitución y en las
leyes adjetivas.
Es irresponsable celebrar su fin porque nunca ha tenido justificación.
La privación de la libertad siempre ha sido excepcional y está regulada”.
Veinte años después, con el law fare en sus buenas y con una escandalosa
cantidad de presos preventivos viviendo hacinados en espacios medievales, aptos
para la comisión de crímenes y delitos sin consecuencias, el tránquenlo se ha
convertido en grito.
Es reclamo popular, solicitado y complacido.
El sadismo penal impide valorar con ecuanimidad las imputaciones que
involucran personajes que jamás imaginaron que un casco ocultaría sus
vergüenzas.
La tinta de la operación calamar mancha demasiado y reivindica a
cuatreros de cuello blanco que gracias a la temeridad procesal y para mantener
el entusiasmo colectivo continúan impunes.
Los chivatos coautores son enaltecidos como héroes, luego de las
delaciones premiadas. El medio para conseguir la prueba se convierte en la
prueba misma y el aplauso ayuda.
La nueva cruzada, conocida por el público antes de formalizarse y
señalada con antelación en el Informe -EUA- sobre Derechos Humanos – asume la
privación de libertad como medida de coerción insustituible.
La pena anticipada como norma y con respaldo popular, es símbolo de la
independencia.
En “el caso más grande en la historia del país” se mencionan sospechosos
habituales que saben encantar, transar y disfrutar el encierro ajeno. Contiene
además la delicada inclusión de un ex candidato a la presidencia.
La aplicación de la ley está en pausa sin reacción condigna.
La fortaleza del caso y de la independencia, permiten revertir la
presunción de inocencia en presunción de culpabilidad.
Mientras, los glamorosos delatores celebran su imbatible impunidad y
brindan por la salud de la PEPCA.
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