¡Dejen la Sierra en Paz!
Recuerdo cuando nos mudamos a la
casa nueva, donde en la actualidad viven mis padres en Sabaneta.
Aunque no estaba situada muy lejos
de donde viví hasta los ocho años era una parte del pueblo desconocida para mí
hasta ese entonces. Ahí viví hasta los 16 cuando emigré a la capital a estudiar
periodismo.
Esto era un río en Santiago Rodríguez y la despiadada deforestación se lo tragó.
De niña allí tenía un lugar
favorito, la galería o balcón de la parte frontal de la casa, donde me sentaba
a mirar algunas de las montañas que rodean el pueblo, de las que más tarde me
enteré no estaban tan lejana como en ese entonces las creía.
En la actualidad y debido a los
vecindarios edificados en las últimas décadas ya no puedo disfrutarlas como
solía hacer cuando niña, los amaneceres y puestas de sol que desde allí
presencié quedaron grabados en mi alma para siempre y son esas memorias las que
me hacen sentir tan dueña de estas como cada uno de los habitantes del
territorio dominicano y de la provincia Santiago Rodríguez debería sentirse
respecto a esas imponentes diosas verdes.
Otro ejemplo de cómo las máquinas eléctricas y la bacteria más fuerte que es el hombre hacen de los ríos.
Años más tarde siguieron viajes
escolares y de esparcimiento con la familia al centro mismo de las imponentes
gigantes, el contacto con los árboles, el sonido de los pájaros, el cauce de
aquellos ríos, la sonrisa de la gente que habitaba el lugar y su armonía con la
madre tierra le roba el corazón a cualquiera y definitivamente se robaron el
mío.
La última vez que estuve allí fue
hace 22 años cuando trabajando como reportera recibí la asignación de
adentrarme por todo un fin de semana en el sistema montañoso más impresionante,
con algunos de los picos más altos del país para presenciar los progresos
obtenidos por una ONG que se encargaba de educar a los locales en el uso de los
recursos y en la importancia de la reforestación.
De más está decir que todo ese fin
de semana me sentí en la gloria. Nos acogió en su casa una señora de una de las
comunidades que visitamos, cuyo nombre lamentablemente no recuerdo, pero cuya
hospitalidad fue más que suficiente para que los pocos días explorando mi
sierra fueran de los más memorables de mi vida.
En esos días aprendí el respeto
que muchos de los seres humanos que han sido bendecidos con la dicha de haber
nacido en el lugar tienen por la zona, por los árboles, por los pájaros, por
los ríos, por el aire que allí se respira, por la vida.
No había necesidad de que llegaran
a pronunciar palabras para que pudiera percibir la conexión de los hombres y
mujeres de la sierra con su paradisiaco entono.
Las ONG estaban implementando la
siembra de árboles de Achicoria y de paso enseñando a los campesinos que se
podía hacer uso de los recursos sin la necesidad de abusar y la mayoría se
había comprometido a sembrar dos árboles por cada uno que se viera en la
necesidad de cortar.
En mi paso por la sierra
lamentablemente también aprendí que el lugar cuenta con enemigos, enemigos
silentes, depredadores que llegan de afuera sintiéndose dueños absolutos de lo
que pertenece a todos y a nadie.
Pudimos observar cómo al anochecer
salían camiones cargados de árboles de pino que eran arrancados, talados,
erradicados sin ningún escrúpulo ni pudor de las entrañas de nuestras diosas
verdes dejando áreas completas de desolación e incertidumbre.
Sembrando
muerte a su paso.
Veinte y dos años después, los
enemigos de la sierra siguen visitando el lugar, ahora no de manera sigilosa,
cambiaron de proceder y esta vez en lugar del silencio y la clandestinidad los
acompaña el descaro y la ambición desmedida.
Los monstruos se sienten
invencibles, mucho más grandes que la vida misma, pues se alimentaron de poder,
cambiaron de cara, y llenaron sus bocas de dulces promesas, para seguir
cumpliendo el objetivo de lucrarse y llenar sus bolsillos a expensas de la vida
del planeta y de las generaciones futuras.
Se creen tanto que se les olvida
que ellos también son seres humanos y que por ende son parte de la especie más
débil que habita nuestro planeta y que en el futuro, cuando no le quede un pino
más que derribar y con el cual llenar sus cuentas bancarias sus millones no les
van a proporcionar a ellos y a su descendencia las bocanadas de aire que
necesitarán para sobrevivir.
La “sierra”,
“mi sierra” es un tesoro con el que contamos todos, pero que necesitamos los
humanos más que cualquier otra especie de las que están siendo exterminadas en
la actualidad.
La sierra
y todo lo que en ella habita es el cordón umbilical de nuestra isla, es nuestra
vida y la de nuestros hijos y nadie, absolutamente nadie está por encima de
ella.
Y nadie,
absolutamente nadie es tan grande para violentarla de esa manera, para tratar
de exterminarla y salir ileso en el intento.
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